Cuando salimos de nuestra visita al Monasterio de la Rábida nos ronda una pregunta en nuestra cabeza: ¿por qué hemos tardado tanto en volver? Como onubenses que somos conocemos el Monasterio. Es una de las excursiones más típicas que haces con el cole cuando eres niño. Y quizás a lo largo de tu vida, si familia o amigos de otros lugares de España o del mundo han venido a casa, es probable que hayamos vuelto de visita.

Monasterio de la Rábida - HuelvaPero por qué esperamos esas excusas. El sitio donde estamos es todo paz, tranquilidad y cultura concentrada en dos mil metros de planta. Nos deberían sobrar los motivos para acercarnos de vez en cuando a este precioso rincón, sólo por dar el paseo, por sentarnos al fresco en su patio mudéjar, a contemplar las cuidadas flores y muros llenos de historia. Sólo por quedarnos con la boca abierta con los frescos de Vázquez Díaz o las pinturas góticas alucinantes del palmerino Juan Manuel Núñez. Ahora lo tenemos claro. Regresaremos, con visitas o sin ellas.

El Monasterio de la Rábida (en realidad convento) es el monumento más visitado de la ciudad. Aquí se respira sencillez y quietud, y más que por tener una arquitectura bien conservada, destaca por la historia que cuentan sus muros. No en vano es Patrimonio de la Humanidad, el Primer Monumento Histórico de los Pueblos Hispánicos y el tercero que mereció en nuestro país el título de Monumento Nacional (1856). Y se merece todo eso de sobra. Entrar es bien barato, así que una excusa menos.

El pequeño convento franciscano se divide en tres partes: la iglesia, el claustro de la hospedería o de las flores y el claustro de la comunidad. El de la hospedería servía para acoger a marineros en apuros o gente de la zona acechada por piratas; el de la comunidad, de estilo mudéjar, acogía a los doce frailes que allí vivían. Como los doce apóstoles. Tiene dos plantas que se visitan cómodamente con la ayuda de unas audioguías en varios idiomas.

El Monasterio de la Rábida (en realidad convento) es el monumento más visitado de la ciudad

En total diecisiete espacios cargados de memorias que trasladan a otros tiempo, a otros mundos. El enclave es único, porque se sitúa en el encuentro de nuestros ríos, el Tinto y Odiel. Data del siglo XV y se construyó sobre una pequeña construcción almohade, una torre de vigilancia o rápita, de ahí el nombre de Rábida. El terremoto de Lisboa de 1755 lo dejó bien tocado, pero no frenaron las ganas de reconstruir y remozar el sitio hasta irlo convirtiendo en lo que es hoy: una amalgama de estilos que guarda en su interior una de las mejores joyitas del mudéjar popular español.

Cruzamos el portalón de madera y empezamos a respirar historia. Sobre todo la de un personaje peculiar, Cristóbal Colón, que se aloja aquí a la desesperada, después de que los reyes Católicos le dieran el no rotundo a su proyecto de formar una expedición para viajar las Indias. Es posible que no supiera el genovés que este rincón le iba a traer suerte y buenos amigos, porque aquí fue, con ayuda de los franciscanos, donde consiguió el dinero y los hombres para realizar su ansiado viaje. El final ya lo conocemos todos.

Nosotros también viajamos hoy, pero en el tiempo. Imaginando cómo serían originalmente aquellos espacios gracias a los poquitos elementos originales que quedan en pie: los arcos de entrada de la portería (antigua entrada a la rápita musulmana), los muros de la iglesia, las capillas y el claustro mudéjar bajo. Como decía Jamiroquai, travelling without moving (viajar sin moverse).

Pero es que nos podemos remontar más atrás todavía. Si nos ponemos a lo Iker Jiménez (¡qué nos gusta citarlo en Siente Huelva!), al parecer hay leyendas que cuentan que allí los fenicios veneraban a su dios Baal (que pudo haber sido posteriormente Hércules) y más tarde los romanos hacían lo propio con su diosa Proserpina. Así que parece que mitos, leyendas y religiones han tenido cabida en el lugar desde sus orígenes.

Lo que es seguro es que el edificio sirvió desde bien pronto como refugio contra los ataques piratas de la costa. El papa Eugenio IV otorgó una bula de indulgencias para todo aquel que ayudara en este sitio a los viajeros necesitados. De ahí la historia de Colón, que no era más que eso cuando llamó al portalón: un viajero necesitado.

Mitos, leyendas y religiones han tenido cabida en el lugar desde sus orígenes

Ahora lo que necesitamos los viajeros es liberarnos del estrés y las rutinas diarias. Y en este sentido La Rábida sigue cumpliendo su cometido a base de bien. Esto es desconexión total. Alucinamos con los frescos de Vázquez Díaz, de otra época más actual sí, pero tan bien encajados en el conjunto arquitectónico. La colección recibe el nombre de Poema del Descubrimiento y data de 1930. Cinco paneles en colores pastel que son una auténtica delicia. He aquí un dato curioso: esas figuras cubistas nos recuerdan al también cubista Monumento a la Fe Descubridora (1929, Gertrude Vanderbilt Whitney). Misma temática y mismo estilo de pintura.

Tras sentir las paredes de Vázquez Díaz, salimos a nuestra parte favorita del convento: el claustro mudéjar del siglo XV, con sus frescos de la época. Es cierto que tiene mucho de patio andaluz, debido a todas las reformas del paso de años. Washington Irving estuvo aquí en 1828 y precisamente hizo esa crítica. Vale Irving, te entendemos, pero no podemos dejar de estar agradecidos a quienes llevaron a cabo la labor de salvamento del lugar, a punto de desaparecer en el siglo XIX.

Qué decir de la iglesia gótico mudéjar, con ese Cristo estilo gótico, del siglo XV, tan poco habitual en otras iglesias de la zona. No se sabe muy bien cuándo fue construida pero los arcos que la comunican con el claustro son de clara influencia almohade. Preciosos también los diez cuadros de Juan de Dios Fernández, del siglo XVIII, con representaciones de la vida de san Francisco.

Más antiguo que todo eso, en el interior de la capilla, es la talla de Nuestra Señora de los Milagros, una virgen muy pequeña hecha en alabastro que data del siglo XII. Valiosa hasta el punto de que Juan Pablo II vino a coronarla canónicamente en 1993.

El arte está presente continuamente y salpica la visita entre pequeñas celdas franciscanas y otro tipo de estancias sencillas. No nos pueden gustar más muchos de los que por allí encontramos. La mayoría de ellos donaciones de duques y monarcas. Sobrios claroscuros, como el de la Muerte de Colón, de José María Rodríguez Lozada (1898), conocido como el Luca Giordano español; luces imposibles que salen de los trazos débiles de pinturas, como la Lectura de la Real Provisión en la Iglesia de San Jorge de Palos, de Juan Cabral Bejarano (1855). Puro placer si te gusta el arte. Precioso y recoleto museo al aire libre.

Hay que destacar la llamada sala capitular, conocida popularmente como celda del Padre Marchena

En la subida a la segunda planta nos encantan las pequeñas ilustraciones de antiguos mapas. Pero el que de verdad tiene valor es el de Juan de la Cosa, su primer mapa del mundo americano. Una vez arriba destacamos la llamada sala capitular, conocida popularmente como celda del Padre Marchena.

Es la sala más grande del monasterio, donde en 1992 tuvo lugar un consejo de ministros especial presidido por el rey Juan Carlos. ¿Y sabéis que nos encantó aquí? Mirar por uno de los balcones y descubrir una nueva perspectiva del Monumento a la Fe Descubridora. ¡Nunca lo habíamos visto desde aquí!

Terminamos en una sala llena de banderas de cada uno de los países americanos y una cajita llena de tierra de cada uno de ellos. Muy curioso.

¿A que te has quedado con ganas de volver?

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